Hoy, a las 14:50,
transitando por otro desierto, final de Agosto, mientras me retorcía
de soliloquio entre las sábanas, ardiendo, por dentro y por fuera,
con frío y calor al mismo tiempo, rascando hambre y sorbiendo la
desazón de no saber cuándo podría saciarla...
Me desbordé. Me
hice gigante. Me convertí en una sonrisa enorme ocupando toda la
habitación. Me hinché cual globo y estiré de cada uno de los
ángulos del antifaz que cubre mi boca. Tiré y tiré. Cada
uno de los lados de mi sonrisa se expandió hacia un extremo,
rompiendo las paredes. Las comisuras de mis labios aterrizaron en la
mesa del comedor de los vecinos. Sus hijos saltaron abruptamente por
los aires y se posaron como plumas en mi nuca. Mis órbitas, a punto
de reventar, relampaguearon, cegando a los curiosos que se agolpaban
entre mis hombros. No necesitamos verte para creer en ti. Una
lágrima surcó mis mejillas y se estrelló contra el asfalto. Pronto
se montaron cofradías de piragüismo, salto de cascadas e incluso un
pequeño coro marítimo. Cuando creo que no puedo más, que me voy a
estampar contra el cielo. Vienes tú. Cling. Un toque agudo, ácido y
delicioso. Elegante y de aluminio. No has cambiado. Y me desinflo. Me
descompongo en pedazos, caigo por todas partes. Miro el suelo a la
cara. No hay ruido. No me estrello. Me fundo, me derrito. El pantano
de mi soledad lleva tu nombre. Contemplo el firmamento desde el surco
de tu pierna. Me ahogo pequeñita. Tan miniatura que me vuelvo el
último rincón con brillo en tus zapatos. El lunar treinta y siente
de tu espalda. El mechón de pelo que se te mete por los ojos. La
gota de saliva en la primera arruga de tu mentón. Quepo dentro de mi
ángulo favorito de tu mirada. Me escondo en el grado sesenta y
dos de la curvatura de tu hombro derecho. Respiro en la primera
montañita de tu oreja. Acaricio tus pestañas. Me peino en el
huequito de tu nariz. Me oirás roncar en la raíz de tu último
diente de leche. Vuelo. Desaparezco. Me disperso en el viento. Soy el
susurro que cierra tus ojos. Enciende tu rostro. Y llena tu pecho.
Niegas con la cabeza la afirmación que ya sabías. La balanceas.
Salgo por tu nariz. Te ríes. Y sigues caminando.
Epílogo: Así,
diminuta y enorme a la vez, fue como llegué tarde a tu encuentro.
03:30 de la madrugada del 28 más angosto. Me pregunto, si no tenía
ya suficientes problemas con el tiempo, para empezar a tenerlos ahora
también con el espacio. La próxima vez, me invento una excusa.
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