Una cereza podrida


Ella.
Caminaba seductoramente dejando la estela de sus curvas en los babosos rostros latinoamericanos de aquel callejón del Raval. Yo también me dejaba endulzar por sus rítmicos movimientos dignos de un ritual de apareamiento. Pero el rastro de su sombra me dejaba entrever otro olor distinto. Un ligero pero intenso hedor a mierda, a infecta putrefacción, emanaba de sus bellas y carnosas nalgas. Cereza y mierda: esa era su receta secreta, el perfume que haría enloquecer, en varios sentidos, a tantos y tantos hombres a los que yo observaba con envidia. Ahora, años más tarde, cuando volví a encontrarme con ella, no fui capaz de sentir ese odio que debiera tener hacia tamaña diabólica criatura. En su lugar, sentí ternura. Sí, ternura, una inmensa cercanía amorosa hacia ese luciferiano ser abyecto de tan bella apariencia. Si alguien me creyó alguna vez más allá de todo eso, se equivoca. Mis relaciones amorosas siempre han sido extremadamente superficiales. Ningún empinado cruzó nunca esta frontera sin aprobar un riguroso examen estético.
Queriendo escapar de sus delicadas garras, le di mi dirección y mi teléfono. [...]

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