Cuando éramos perdices

En todo este tiempo sin vernos me he roto la mano dos veces y me he torcido el tobillo en por lo menos tres ocasiones. Se me ha desgastado el cartílago de las dos rodillas, no me preguntes cómo. Un hueso de la mandíbula decidió darse la vuelta. Ciertas tuercas de la columna también se pusieron del revés. Me han hecho añicos el corazón más veces de las que recuerdo. Me ha salido un principio de úlcera. Me hice miope. Tengo que tomar hormonas. Las grasas saturadas desbordan de mi estómago. Ya no cuento mis caries ni mis contracturas. Ni las noches de insomnio o los ataques de ansiedad. Le he pagado el sueldo de varias vidas a unos cuantos psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, terapeutas, naturópatas, homeópatas, fitoterapeutas, osteópatas, quiroprácticos y curanderas rurales, chamánicas, balcánicas y oceánicas. Estoy pobre, triste, sóla, desamparada, despechada, amargada, torturada, reventada, baldada, asqueada, amuermada, aletargada, castrada y cansada. No tengo un duro, un amigo, una casa, un soporte, un apoyo, un beso, una caricia, un consuelo, una pequeña alegría, un pequeño pasito, un caminito, un sendero, una meta ni un objetivo. No se cuál es el final, ni dónde empezó el principio. Infinita decadencia, divina paciencia, santa conciencia que no me escuchas. El inconsciente, el cuerpo, el mundo, la mente, tú, yo, ellos, vosotros, vosotros malditos, ellos, el ello, aquello. Sabes, aquello. Cuando eramos perdices. Maldita la razón y maldita la carne. Su puta madre. Pero aquí sigo Peluca, aquí sigo, y con ganas de más.

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